UNA MAÑANA

Marta Torres Falcón


Una mañana…

Antes de despertar sentí la emoción en el vientre, como un vapor denso que se acumula a la altura del plexo solar, sube lentamente y se atora en la garganta, pero no alcanza a resolverse en palabras. Hacía años que no tenía un despertar tranquilo, mucho menos emocionado. Todavía no puedo creer todo lo que sucedió ayer. ¡Y qué noche! Sería un lugar común decir que necesito que me pellizquen para saber que estoy despierta. No sé si un lugar común, una exageración o simplemente una fantasía. Escucho la regadera como el fondo ad hoc de la música. Café Tacuba. Es increíble. Andrea cuidó hasta ese detalle. Traía el disco en su mochila y decidió despertarme con esa canción.

Una mañana, una mañana linda…

Muevo lentamente las frazadas, como si quisiera prolongar la calidez compartida bajo su manto. No hay duda: empieza un nuevo día. Durante años tuve miedo de despertar, porque cada vez que abría los ojos regresaba al momento justo que marcó mi vida, que la partió en dos. Aún ahora, a más de diez años de distancia, me sorprendo pensando las cosas en un “antes” y un “después”. Fue tan abrupto. De un momento a otro, todo se vino abajo: la areja, la carrera, las expectativas laborales, la vida familiar. Todo se desmoronó. Al principio pensaba en el efecto dominó: perdí dos semestres en la universidad, los amigos que me quedaban empezaron a tenerme lástima y mi familia, desesperada, alternaba la compasión y el rechazo. Maribel, que había sido mi pareja duran te casi dos años, simplemente se esfumó. Después comprendí que la metáfora del dominó no era exacta; no fueron caídas sucesivas sino simultáneas. Mi vida colapsó como una casa de naipes.
Esa mañana me levanté con el gusto que extrañamente siempre me han producido los lunes. El júbilo de empezar, diría Borges. A las siete y media salí de casa, con los planes del día derramándose entre las manos y la sensación, a flor de piel, de que el futuro venturoso que compartiría con Maribel estaba ya a la vuelta de la esquina. Cada pieza iba acomodándose en ese rompecabezas de nuestra vida en común. En la tarde, cuando vi su reflejo en el enorme ventanal del edificio donde trabajaba, no pude menos que admirar esa seguridad con la que se movía por la vida. Si hubiera sabido que no volvería a verla, le habría dicho algo más. No sé qué y seguramente ya ambas lo habríamos olvidado. Como hecho, sólo quedó el silencio. Durante meses, mientras intentaba acomodar las astillas que había logrado rescatar de los vínculos resquebrajados, anhelaba el sonido de esa voz dulce y amorosa. En los pliegues de ese silencio –espeso, intransigente- iban encontrando acomodo los restos de un sueño que simplemente no logró cristalizar.

Una mañana linda… mi corazón, como una flor, a ti se entregará

La primera vez que Andrea me dijo que yo le gustaba, me quedé estupefacta. No supe qué responder ni qué hacer. Habíamos compartido numerosas actividades en la Casa de la Cultura. Empezamos con las clases de italiano y luego coincidimos en algunos conciertos o presentaciones de libros. Nos acostumbramos a tomar café después de clase y vino en las presentaciones. En una ocasión, llegó un mago para ilustrar pasajes de una novela que transcurría en Medio Oriente; entonces fuimos a cenar al Sheik Egipcio. Si alguna vez yo no podía asistir, disfrutaba sus crónicas pormenorizadas. Me tenía siempre con la boca abierta, en parte por la narración en sí, pero sobre todo por su sentido del humor, absolutamente sui generis. Creo que ese ha sido el cemento de nuestros encuentros: si algo me agrada de su compañía, es justamente cómo me hace reír. Ahora que lo pienso, también la risa había quedado encerrada en el “antes”. Lentamente la he ido recuperando; sí, muy lentamente.


     Me dijo que le gustaba y me asusté. Al dolor de los primeros meses –los primeros del “después”-, siguió la angustia, rápidamente desplazada por el miedo. En realidad no son excluyentes, ya lo sabemos. Cuando llegó Lorena, pensé que se abrirían nuevos horizontes, que la vida me obsequiaba otra oportunidad de ser feliz y que las antiguas heridas ya habían cicatrizado. Otro castillo en el aire, con grandes torreones y pasadizos secretos, pero que finalmente no se sostuvo. Con sus actitudes sobreprotectoras, sus aires de superioridad moral y sus miradas condescendientes, logró abrir mi piel endurecida por el desencanto y hacerla sangrar. En poco tiempo dejó su propia huella: profunda y dolorosa. La vi partir con un nudo en la garganta; las lágrimas me llegaban a las comisuras y seguían descendiendo como pequeñas agujas de fuego, mientras el fantasma de la soledad lanzaba furiosas bocanadas, cada vez más amenazantes. En esa despedida había muchas preguntas que, igual que en otro momento el silencio de Maribel, simplemente tenían que acomodarse. Las certezas de otros tiempos eran ahora estalactitas de cristal en la cueva de mis ensueños y mis recuerdos.
Y ahí estaba, en la Plaza Santa Catarina, sin poder articular palabra. Más aún, sin poder creer lo que registraban mis oídos. Y creo que Andrea lo gozaba. Habló algunos minutos de lo que significaba Coyoacán –con sus calles, sus plazas y sus teatros- y luego, sin dejar de mirarme fijamente, dijo con lentitud que era un sitio emblemático para repetir esas dos palabras: me gustas. El temor me envolvía con rapidez. Cuando soltó la frase por primera vez, a quemarropa, me sentí muy expuesta. Estoy consciente de que nunca acabamos de salir del clóset y sus ojos, sus ademanes, su sonrisa -¡y por supuesto sus palabras!- me desnudaban. Y luego la reiteración. Me hice para atrás en la silla y pensé que tomaría mi mano. En lugar de ello, se despidió con calma y me regaló una más de sus entrañables sonrisas.

Una mañana, una mañana linda… tu corazón, como una flor, a mí se entregará

La semana que siguió a esa primera declaración se me hizo eterna. No me atreví a llamarla porque no sabía qué decirle, porque pensé que me ruborizaría aun por el teléfono y que ella se daría cuenta, porque tenía la secreta esperanza de que ella me buscara y por no sé cuántas cosas más. Pero de que la extrañé, no tengo la menor duda. ¡Dioses, cómo la extrañé!
El sábado llegué temprano a la clase y entregué la composición que había elaborado con tanto cuidado: “La nostra storia. Una amicizia che subitamente si torna, diciamo, in amore”. Tenía la ilusión de que la maestra leyera un fragmento para explicar alguna estructura gramatical, utilizar nuevo vocabulario o simplemente llenar un tiempo de la clase, pero no ocurrió así. Y en cierta forma mejor, porque mi amiga –una delle protagoniste- no llegó a la clase. Al principio me sentí nerviosa, porque esperaba que apareciera en cualquier momento. Después del descanso, me sentí triste porque interpreté su ausencia como una descortesía, casi como una traición: ¿por qué no había llegado? ¿Y por qué no me había dicho que no vendría? ¿Estaba tratando de llamar mi atención? ¿Era un juego absurdo de poder porque sabía que me hacía falta? A esas interrogantes siguieron otras: ¿me atreveré a llamarla, ahora con el pretexto de su ausencia? ¿Y si no me contesta? ¿Y si ya no regresa a la clase? ¿Qué va a pasar si no vuelvo a verla?
El tono fatalista iba en aumento. Si seguía avanzando por esa pendiente, no tardaría en soltarse un torrente de lágrimas que, una vez transcurrida la catarsis, se trocaría en una histérica carcajada. Me di cuenta de que estaba tejiendo una telaraña absurda y que acabaría perdida, enredada en la estrechez de sus hilos. Podía ahorrarme la catarsis pero, como hecho, me sentía muy vulnerable. Reconocer esa debilidad me hizo recordar a Lucía. Con ella había tenido la fantasía de construir una relación igualitaria sólo porque algunos fragmentos de nuestras biografías eran dolorosa mente coincidentes. Fue eso: una fantasía. Intentamos relacionarnos desde la fragilidad, la tristeza, incluso el resentimiento. Durante un tiempo, pudimos regodearnos en esa fatalidad compartida y culpar al destino de todo lo que nos había sucedido –del “antes” y el “después”-, pero no es ése el mejor cimiento para una relación de solidaridad y plenitud. Estábamos fabricando una cúpula de amargura que terminaría por aislarnos de una manera definitiva. El siguiente paso era la asfixia. Definitivamente, mi apuesta era otra.
Al llegar a mi coche, encontré una nota que contenía preguntas mucho más interesantes que las que yo había formulado. En un papel color violeta se leía: “¿Aceptarías una invitación a comer? ¿Te parece bien ‘Los danzantes’? ¿Has recordado que te dije que me gustas? ¿Tienes idea de cómo te extrañé durante la semana? ¿’Sí’ a todo lo anterior? Te espero entonces a las dos y media”.


Linda será cuando me digas creo en tu amor, me digas que no sientes temor

Sé que suena absurdo, pero cuando entramos a mi casa, tuve la sensación de que ese momento ya lo habíamos vivido. Pensé ofrecerle una bebida, pero su boca me atrapó no sé por cuánto tiempo. Sentí sus manos en el rostro, entre el pelo, en el cuello. Casi sin transición, empezó a besarme la mano izquierda. Primero la palma, como si leyera una petición apenas esbozada en mi mente ansiosa; me rozaba con los labios y con la lengua, dejando caer la suavidad de su aliento; de pronto sentía la punta de su nariz entre mis dedos y un ligero mordisco en los montículos. Recorría cada línea con una dedicación que podría calificar como inexplicable, pero que potenciaba mi emoción hasta lo indecible. Por un momento, me olvidé del resto del cuerpo, como si todo mi ser cupiera en una mano: esa que recibía la humedad de sus besos y la ternura de sus palabras.
No quería moverme por no romper el hechizo. Entonces levantó mis brazos y volvió a decirme que le gustaba. Su mirada –tierna, penetrante- era la misma que la de la Plaza Santa Catarina; mi mutismo también. Quise empezar a reconocer los puntos sensibles de su cuello, mientras ella exploraba mis antebrazos. Y de nuevo los labios, unidos en la continuidad del deseo; sentí que la había deseado siempre, aunque la relación estuviera disfrazada de amistad inocua. En algún momento que no recuerdo, las blusas nos abandonaron. Desabroché mi propio sostén, pero ella me detuvo: “Yo… -dijo tímidamente- yo te lo quito, ¿sí?”. Y sentí
que me desvanecía, desarmada ante tanta ternura. Sentí sus dedos y sus labios en mis hombros, en la barbilla, en los costados. Se detuvo a contemplar mis senos, ante mi asombrada gratitud. (Sí, sé que la palabra es extraña, pero no encuentro otra.) Sentí que el pasado no existía y que de alguna forma estaba haciendo el amor por primera vez. Después inició el lento viaje por mi espalda, para desatar una cascada de dulces sensaciones; dulces y nuevas. Nunca imaginé que esa parte del cuerpo pudiera despertar tanto placer. Quise decirle que…, pero esta vez no leyó mi silenciosa petición; con delicadeza levantó mi pierna derecha y colocó sus labios en la rodilla. Sorprendida, intenté una tímida protesta, que sabía condenada al fracaso. “El placer tiene muchas dimensiones. Guíame con tus manos y tu mirada”.
El recorrido corporal -alegre y errático- continuó entre suspiros, palpitaciones y lágrimas de emoción. Fueron horas de placer inenarrable. Me hundí en el sueño con el eco de sus palabras amorosas: “Hay luna llena, cómplice de nuestra felicidad”.

Una mañana linda como la flor, como el amor que siempre te daré, que siempre te daré, que siempre te daré

Me incorporo en la cama para aquilatar la dicha de las horas vividas con Andrea. En la almohada, aún se dibuja la huella de su descanso. Me pregunto qué habrá soñado y me gana la vanidad. Quisiera tener la certeza de que también estoy en ese espacio onírico. Me detengo, una vez más, reconstruyendo algún pasaje de la tarde de ayer. En esa nebulosa de recuerdos y sensaciones, advierto que es domingo y que tal vez podríamos ir al concierto de la Filarmónica de la ciudad. Entonces la veo salir del baño, abrazando la toalla y exhibiendo, orgullosa, su espléndida desnudez. “Quiero preguntarte –me dice con esa sonrisa maliciosa que empiezo a conocer- qué vas a hacer el resto de tu vida”. Y sin dejar de sonreír me acerca, solícita, mi silla de ruedas.





Marta Torres Falcón (por ella misma): Maestra universitaria por gusto y vocación. Militante del movimiento lésbico-gay desde sus inicios (del movimiento). Colaboradora de las revistas Del otro lado, Alter y Las amantes de la luna, y los libros Del rosa al rojo, Paseo bajo la luna creciente, y Permanencia del deseo. Feminista trasnochada y escritora (aún) de clóset.








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