EL HOMBRE DE LAS NIEVES

Michael Yahvé Pineda Moreno
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Acaba de salir el hombre de las nieves. Lo esperaba en el pasillo apretando el palo de la escoba, viniendo de un lugar a otro, sintiendo los ruidos, concibiendo sus gestos. Al rodear la cubeta mientras el tiempo se volvía una eternidad. Trato de guardar la calma a causa de escuchar sus movimientos, intento no desquiciarme, pero el tiempo es una condena. Espero que se abra la puerta para que al verlo salir me vea, aunque sea por un breve instante. Siempre deja ese olor agrio del limón y lo picoso del chilito que pone a sus nieves. Qué bello sería tocar sus brazos grandes y fuertes. Esas enormes manos con las que mueve la paleta de madera, quisiera sentirlas todas las mañanas. Ven a rozarme, a pasar tus heladas y ardientes manos sobre mi cuerpo, pásalas una y otra vez. Bate mi cuerpo. Tómalo como si fuera el bote de aluminio que guarda los hielos deshaciéndose por tu fuerza, que da vueltas y forma una espiral de ingredientes, un diminuto huracán convirtiéndose en nieve.
Siento una ligera brizna cuando lo veo salir de la habitación. Imagino sus manos sobre mi pecho pasando lentamente por cada milímetro de mi cuerpo, ¡mi hombre de las nieves, mírame un poquito! Acaríciame antes que las ciudades y banquetas se vuelvan un desastre. Antes que lo único que se escuche por aquí sean los gritos y murmullos de los que vienen a pagar una habitación por un rato. Finge que volteas a verme, así como aquellos hombres que voltean a verte mientras compran sus cigarros y ven a otros hombres que cargan sus pesados bultos. Tú
sólo picas y bates los hielos para alcanzar la consistencia de la nieve, que siempre es de sabor limón.
Estuviste acostado aquí más de una hora, junto con otro. Seguramente no hicieron nada, pues se quedó pasmado mientras veía la grandeza de tu cuerpo, así como yo te contemplo a escondidas todos los días. Siempre llego media hora antes de mi turno. Desde la rendija en el cuarto de lavado te vigilo. Me subo a una caja de cloro y desde ahí te espío. De pronto apareces, y te detienes en medio de la calle. Siempre traes botas, camisa de cuadros y el sombrero que te da un toque mágico. ¡Nieves! ¡Nieves de limón!, gritas cuando ya están listas. Comienzas a jalar el carrito con la nieve dispuesta a derretirse en los cuerpos, a derretirse sobre tus enormes brazos, sobre mi uniforme de humilde recamarera, porque aquí todo es humilde. Las habitaciones valen cien pesos y los extras no pasan de veinte. Son ellos los que siempre pagan. No sé qué les haces, pero házmelo a mí, mi hombre de las nieves, que no dejo de pensar en ti. Ni cuando termina mi turno y ya no puedo limpiar el cuarto que acabas de usar con otro más que se enamoró de tu humilde cuerpo de dios. ¡Hombre de las nieves! Eres el Yeti en la ciudad, el vigilante del Everest deportado. Llegaste a parar aquí, a mi calle, a estas habitaciones que lavo todos los días después del uso precario y me quedo en la que usas. Pienso en ti, te construyo mientras desgarro las sábanas. Encajo los dientes y paso mi lengua por todo el nylon con tal de probar un poquito de ti, saborear un poco del limón agrio que dejas en cada milímetro de este colchón barato, de estas corrientes sábanas que desgarro con mis ganas de sentirte en mi cuerpo, dentro de mí.
Yo no rompí las sábanas de la tres, les miento allá abajo, pero sí las deshago con tal de encontrar un poco de tu cuerpo. Las llevo lentamente por encima de mi pecho, las embarro en mi cara y las paso por cada milímetro hasta llegar a mi sexo. Ligeramente las voy metiendo hasta sentir la explosión del hielo vuelto nieve. Luego las llevo a mí boca, las saboreo una y otra vez hasta encontrar tu esencia, ese olor ácido que idiotiza a los hombres que te quitan la ropa, así como me voy quitando el uniforme poco a poco, mientras siento cómo me tomas con tus brazos helados que entumecen mi cuerpo. Pero al momento de congelarme no te encuentro, sólo percibo un chorrito de nieve que dejaste en la sábana, esa gota perdida que me desquicia. ¡Hombre de las nieves ven a tomarme! Llévame a un iglú perdido en el cual nadie nos encontrará y podremos permanecer congelados para toda la vida hasta que alguien nos descubra y se pregunte: ¿cómo es que estuvieron pegados durante miles de años? Hombre de las nieves, sujétame. Ven a mí cuerpo y siente cada centímetro de mis poros gritando tu nombre desconocido. Tú nombre que quizás sólo es nieve.
Mi piel espera tu llegada, sé que algún día vendrás por mí, me tomarás de las manos y pasarás tu cuerpo sobre el mío, harás con él la mejor nieve del mundo. ¡Róbame hombre de las nieves! Hazme tuya, como a los hombres que te dejan el sombrero mientras se derriten contigo, y suben a la cima del Popocatépetl, para luego aventarse pues ya no queda más. Sólo sentir cómo se derrite la piel con cada latido helado vuelto limón dulce, que durará toda la vida. Mi hombre de las nieves ven a tocar me lentamente antes de soltar el cloro en la regadera. Quítame de las manos este inútil aromatizante, pues una vez rociado sobre el piso y las paredes dejaré de percibir tu esencia, y no sé cuándo regresarás. Me gustaría que fuera hoy en este preciso instante. Regresa por algo que olvidaste, quizás la cuchara que usas para verter la nieve en los vasitos de plástico azul. Azul, porque fue niño y te pusieron tu sombrerito. Seguramente te llamas Caín, pero antes de cometer el crimen recogiste los limones, saliste del rancho y, en vez de limonadas, aprendiste a hacer la nieve. La maldición se convirtió en una gracia, y ahora vendes por las calles de esta agitada vida nieves de limón, con un toque de crimen inconcluso. Por eso siempre se acaban rápido. Y después sale un trabajo extra, y vienes a verme de reojo, porque sé que me deseas, sé que tu trabajo cuesta mucho y esto de acariciar a otros es temporal y pronto nos iremos de aquí. Lejos, donde la nieve ya no sea necesaria.
Veo en tus ojos verdes mi reflejo. Me espías cuando pasas por aquí mientras brillan tus dientes blancos que no prueban la nieve, sólo otro beso desesperado del que te sonrió tímidamente, mientras te pagaba una nieve con chilito. Después acarició tus gigantescas manos y quedó claro el mensaje, mientras jugueteaba con su lengua sobre la nieve. Aunque habías advertido que no besas, porque a cada sentir de los labios se agotaba la magia helada que los embelesa, y luego todo se vendría abajo. Dejarías de ser el hombre de las nieves. Imagina que olvidaste algo y ven a sujetarme con fuerza, con la fuerza de la cuchara que bate la nieve, con la fuerza que jala todo el día el carrito. No, no uses los labios, porque todo se terminaría y no te vería más, mi hombre de las nieves. No los beses, sólo unta la nieve una vez más en estas cuatro paredes que me desquician, porque ya no estás. Y tengo que apurarme, limpiar toda la nieve del piso, ponerme el uniforme, no sea que vayas a venir otra vez y la habitación de siempre, la tres, no esté lista. No quiero que me manden a otra en donde no me encontrarás arreglada, esperando ver de reojo tus limoneros y campos helados. Dejaré todo listo mi hombre de las nieves, para verte de nuevo, aunque sea un poco, mientras quiebro otra escoba, y lleno la triste cubeta que me acompaña a tu llegada, mientras la voy llenando con más limones que corto para nuestra nieve.

(Publicado en Permanencia del deseo, México, La Décima Letra Editorial, 2013, pp. 55-58)

Michael Yahvé Pineda Moreno
CDMX, 1984. Licenciado en Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, plantel Cuautepec. Textos suyos se han publicado en los libros Los centauros en la tormenta: Antología de ensayo literario (UACM, 2013) Del Rosa al rojo. Antología de Cuentos de Diversidad Sexual (La Décima Letra, 2012), Poemas (Colección Editorial El Zócalo, 2011).

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