LA MIRADA

Sergio Alejandro

Luis vertió el café en la taza y derramó un poco; cada día temblaba más. ¿Parkinson, cansancio o exceso de cafeína? Las cuatro o cinco porciones de café al día de las últimas semanas lo tenían sucesivamente eufórico y somnoliento. Sin embargo, prefería la cafeína al alcohol con el que, al furor momentáneo le seguía una pesadez depresiva, un sueño desmayado y, al final, una resaca mortal que sólo se calmaba volviendo a beber y así sucesivamente. Mejor el café; menos agresivo para el cuerpo y un bálsamo para el
alma, aunque fuera fugaz.
Volteó a ver alrededor de su estancia y a diferencia de su perspectiva anterior, le pareció hermosa. No hay duda, pensó, que todo está en la mente; su existencia aburrida, plana, había cambiado los últimos días y ahora veía todo en forma bella y alegre. El sopor y la monotonía cambiaron a entusiasmo y contento. Y todo solamente por haber visto un par de ojos. Ojos de mirada límpida y honesta, nada extraordinarios –marrón oscuro con cejas y pestañas escasas- pero de una profundidad inquietante, exultante y brillante.
Luis había vivido en su modesto departamento –su falta de ambición le impidió comprar una casa mejor cuando ganaba buen dinero en su juventud-, observando cómo primero se iba su esposa con otro hombre y luego sus hijos, que abandonaron el nido para hacer su vida. Las visitas y las llamadas al padre se hicieron cada vez más espaciadas hasta prácticamente desaparecer. Luis había vivido no nada más solo, sino en soledad. Su trabajo y sus intereses fueron disminuyendo en calidad y cantidad. De ser un hombre importante e influyente, las nuevas generaciones lo convirtieron en anticuado y obsoleto, percatándose un día que todos a su alrededor esperaban que se fuera. Su trabajo, otrora original y apreciado, dejó de tomarse en cuenta, y finalmente fue ignorado; sus opiniones no contaban y su presencia se volvió molesta. Junto con la madurez le llegó la certeza de su decadencia como persona. La falta de atractivo físico, producto de la edad, trajo consigo apatía y desinterés por vivir. A una precipitada jubilación, con la consabida despedida y falsos buenos deseos de sus compañeros de trabajo, siguió un cambio en la rutina diaria, sin prisas ni pretensiones. Se levantaba tarde, pese a que casi no dormía, se daba baños poco frecuentes y afeitadas esporádicas, mucha televisión y poca música, pocas lecturas y nula vida social. Luis recordaba mucho lo que decían de los viejos de antes, aquello de “estar esperando la muerte”.
Recordaba con nostalgia y amargura todas metas y los sueños no cumplidos; las enormes expectativas que depositaron en él sus padres y parientes, cuando era un niño brillante y aplicado, que parecía que podía hacer lo que quisiera con su inteligencia: médico, ingeniero o astronauta. Sin embargo, el destino lo llevó a un trabajo insulso, a un matrimonio prematuro y fracasado; el enamoramiento con el que casó se sustituyó con peleas y rutina. La esposa entregada y amorosa cambió por una bruja amargada e insoportable. Los hijos fueron un fugaz consuelo a ese desastre en que se había vuelto su existencia. Después se quedó solo y frustrado, aunque ya sin peleas, sin gritos, aburrido y sin esperanzas.
Así “vivía”, cuando hacía unas semanas todo cambió; sin buscarlo ni esperarlo, había llegado él, casi un niño, que podría ser su hijo y hasta su nieto. De lo más recóndito de su mente afloraron impulsos, sentimientos, pulsiones, no recordados ni reconocibles, de su lejana adolescencia. El impacto de esos ojos hermosos en un joven bello lo sumió en los recuerdos que escondía, por vergüenza. Comenzó a hacer conscientes los pretextos que se puso a sí mismo: prioridades familiares y laborales le pospusieron una discutible felicidad. En aras de una aceptación social que ahora le parecía estúpida e inútil, había sacrificado algo muy suyo, muy íntimo y propio.
Los encuentros con el joven lo llevaron a aquellas noches de su juventud cuando ahogaba sus lágrimas en una almohada, reprimiendo sus deseos y afectos por alguien de su mismo sexo. Recordó cómo rechazaba directa y hasta violentamente insinuaciones amorosas de amigos que parecían conocerlo mejor que él mismo; cómo jugó, consumado actor, el papel de novio formal de alguna muchacha, con entusiasmo fingido, como fingida era su existencia toda. Su vida matrimonial le dio, de momento, una estabilidad emocional no conocida en su juventud; pero el fracaso conyugal –al que tal vez contribuyó su personalidad escondida-, le mostró la falsedad de su existencia y la torpeza de sus esfuerzos. Ahora, bordeando la vejez, se daba cuenta del tiempo perdido; nadie le agradecía sus ocultaciones, no tenía amigos, no tenía a nadie a su lado. En la escala del éxito como ser humano, estaba reprobado, no había hecho feliz a nadie ni era feliz él mismo.


Pero, repentinamente, todo cambió en su vida. Los deseos escondidos, los impulsos vergonzantes, el amor prohibido, todo, todo emergió en un instante. Una mañana, como cualquier otra, salió de su guarida y fue a la tienda –actividad cada vez más odiada porque lo ponía en contacto con la humanidad-, y de forma sorpresiva se encontró a un jovencito, que contra todo lo esperado, le sostuvo la mirada. Fue Luis, turbado, quien bajó los ojos y pasó de lado de tan hermoso espécimen. Su cobardía y el impacto del hecho lo obligaron a no voltear atrás, mientras su corazón acelerado parecía salírsele del pecho. Mecánicamente hizo las compras y lleno de ansiedad regresó por el mismo camino, deseando volver a ver al muchacho, y odiándose por ello. Él estaba ahí, como esperando, viéndolo directamente a los ojos, imponente, majestuoso, bello, con el viento revolviendo sus cabellos, con su piel bronceada y brillante –de seguro era un consumado deportista-, sin complejos ni vergüenzas, casi orgulloso de su actitud. Luis se desmoronó, perdió su apostura, arrastraba los pies, se sentía torpe y ridículo, pero al chico no parecía que le importara y seguía mirándolo, desafiante, convencido. Luis pasó a su lado, bajó la cabeza y musitó un apenas audible “buenos días” que el muchacho no contestó pero ni falta le hizo. El hombre sentía la mirada a sus espaldas, como daga clavándose en su cuerpo; tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener el aplomo.
Cuando finalmente llegó a su departamento, Luis se sentía desfallecido y excitado; la experiencia de esos minutos le pareció de años. Una persona había salido y otra llegado a casa. La vida le había dado una compensación por todos esos años de amarga apatía; se sentía tan contento que no sabía si reír o llorar de alegría. ¡Le había importado a alguien! El resto del día y la noche de insomnio siguiente fueron como si flotara. Todo había cobrado sentido, parecía que lo vivido hasta ese momento era para llegar a ver a esos ojos, para tener esas emociones y estremecimientos. Por supuesto, no se hacía ilusiones, no se veía en una relación, ni siquiera dirigiéndole la palabra al joven; tal vez no volvería a verlo, pero esos instantes pasados habían valido la pena.
Al día siguiente, con el entusiasmo y los nervios de un colegial, decidió salir a la misma hora del día anterior con la esperanza de encontrar al muchacho de nuevo. Se arregló como no lo había hecho en años y al verse en el espejo deseó como nunca tener treinta años menos. Con el alma en un hilo salió de nuevo a la tienda y rogó –él que no había orado en mucho tiempo-, encontrarse de nuevo con ese niño-hombre que lo había despertado del letargo.


Y ahí estaba…
El chico, ahora acompañado de un perro con correa, seguramente el pretexto para salir de casa, con su playera, su pantalón corto y sus tenis, mirándolo desde lejos, fijo e indiscreto, igual que el día anterior, pero diferente, como con más familiaridad y, eso le pareció a Luis, más ternura. Un seco saludo de ambos al cruzarse hizo al hombre escuchar el canto de los ángeles. Al regreso, el encuentro de miradas fue para Luis una experiencia espiritual, etérea, superior a lo físico.
Así siguió por días y días. La salida cotidiana a la tienda por la mañana y encontrarse con el chiquillo se tornaron para Luis en los objetivos de su vida, y esa mirada, en su alimento. Un día, no obstante, el hombre sintió que algo iba a ser diferente. Se arregló igual o mejor que lo habitual –se había comprado ropa nueva, se tiñó las canas-, los nervios eran los mismos de siempre, pero tenía la convicción de algo distinto.
A la misma hora, poco después de las nueve, confiado y alegre Luis se dirigió a su destino: la tienda. Como diario, le dominaba el temor de ya no verlo más, pero hasta ahora el niño no había fallado a su cita sobreentendida. Sabía íntimamente que algún día todo terminaría; el muchacho por razones escolares, de trabajo o por haber perdido el interés, fallaría a su encuentro y desaparecería, inevitablemente, tarde o temprano; Luis sabía qué sería  eso cuando ocurriera, pero no había que preocuparse ahora sino disfrutar el momento, no pensar en el futuro.
Y sí, ese día fue diferente. En el camino hacia la tienda, el muchacho estaba donde siempre y el cruce de miradas resultó igual. Luis sabía que algo sería distinto y esperó con ansia el regreso. Ahí admiró una vez más y más que nunca al adonis, fuerte, de figura elegante y ágil como un felino, dulcemente desafiante. Y ocurrió lo distinto… le sonrió. Una blanca hilera de dientes iluminó el día y el alma de Luis. Entonces aquella presencia, que él veía como un amor platónico pero correspondido, le hizo sentir desde ese momento y para siempre, que había valido la pena vivir.


(Publicado en Del rosa al rojo, México, La Décima Letra Editorial, 2012, 43-48)


Sergio Alejandro (Guadalajara, Jal.) Profesor e investigador de la Universidad de Guadalajara. Autor de varias publicaciones y obras inéditas de carácter académico. Doctor en Derecho.

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